
Fragmento de la novela:
A veces me quedaba absorta en el silencio de nuestra habitación, en el silencio de las noches en el desierto argelino, y contemplaba a Manu mientras caminaba de un lugar a otro de la estancia o sentado delante de un libro, unos apuntes, o entretenido con el teclado del viejo ordenador. Lo miraba mientras comía o se duchaba, al acostarnos o al despertarnos, daba igual. Me quedaba parada en sus gestos cuando lo tenía en frente de mí y me hablaba alegremente sin reparar en mi abstracción, luego, al darse cuenta, me miraba fijamente a los ojos y me decía:
-¿En qué piensas?
Entonces yo me levantaba, corría la poca distancia que nos separaba y me echaba en sus brazos. Lo besaba desenfrenadamente, con locura, como una fierecilla sin domesticar. Recorría sus párpados cerrados, sus mejillas bronceadas por el fuerte sol del desierto, su cuello robusto, con mis labios enardecidos de pasión, y él recuperaba la tranquilidad perdida al comprobar que mi ausencia no se debía a otra causa más seria, al hastío por el lugar donde nos encontrábamos o al deseo de regresar a nuestro mundo, sino al puro fruto del amor. Entre abrazo y abrazo me susurraba al oído que me quería.
-Yo también te quiero.
Después nuestros cuerpos se fundían en un abrazo más duradero. Éramos los dueños de la noche.
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