lunes, 10 de septiembre de 2007

DE AMITICIA

Hace unos día cayó entre mis manos un libro que contenía los diálogos sobre la vejez y sobre la amistad, “Laelius o De Amicitia”, de Marco Tulio Cicerón, el primer humanista de Roma, maestro de la oratoria, defensor de la justicia, de la ley y de la república romanas. Nació en el año 106 a J.C. en Arpiño, pequeña ciudad de La Campania italiana. “De Amicitia” fue escrita en el año 44 a J.C. cuando Cicerón contaba 62. Fue el año de su vida de mayor fecundidad, ciertamente asombrosa, en cuanto a producción literaria-filosófica. Tal era el respeto y la admiración que despertaba que César, pese a sus desavenencias políticas, lo trataba de “Cicerón imperator” y fue apodado “pater patriae”, padre de la patria.
Tras el asesinato de César, se firmó uno de los pactos más ignominiosos para la historia de Roma: Antonio, Lépido y César Octavio acordaron repartirse el imperio y asesinar a dos mil hombres de entre los más poderosos de la ciudad. El final de la lista lo cerraba el nombre de Cicerón. Cuenta Stefan Zweig en “Los momentos estelares de la humanidad” que, tras su muerte, le cortaron las manos y la cabeza y que ésta fue expuesta en la tribuna de los oradores, la misma desde la que Cicerón pronunciara sus inmortales discursos en vida. Continúa Pedro Font Puig, en su prólogo a la obra que referimos, que la cabeza fue enviada a Fulvia, esposa de Antonio, la cual la coge en sus manos, la pone entre sus rodillas, le estira la lengua y la atraviesa con una aguja. Pobres necios sus asesinos y Fulvia, pobre necia, si con ello creyeron que matarían la libertad de pensamiento. Seguramente consiguieron sus fines inmediatos, pero nunca conseguirían borrar al clásico, lo esencial humano de un filósofo, de un escritor que, aún hoy y siempre, seguirá proyectando un hálito de actualidad sobre sus palabras bimilenarias.
Sólo César Octavio se hizo al final con el poder cambiando el curso de la historia de Roma al nombrarse emperador. Muchos años después encontró a un nieto suyo leyendo una obra de Cicerón. El niño, al verse sorprendido por el abuelo, rápidamente la ocultó. Y Octavio que, aún admirándolo, había consentido su muerte en pro de su ansía de poder, se la devolvió al muchacho diciendo: “Era un hombre docto, hijo mío, docto y buen patriota”.
Para que podamos hacernos un alcance de la grandeza de este hombre, sólo bastaría leer la citada obra, en la que el propio Cicerón, bajo el nombre de Lelio, dialoga con sus yernos, Fanio y Escévola, sobre el valor de la amistad. En ella nos exhorta a que antepongamos la amistad a todas las cosas humanas. Insiste en que sólo puede haber amistad entre los buenos y manifiesta su superioridad sobre el parentesco. ¿Qué cosa más dulce que tener con quien te atrevas a hablar de todo igualmente que contigo? ¿Cómo disfrutarías tanto en las prosperidades si no tuvieras quien de ellas se alegrase igual que tú mismo? También comunicando las adversidades al amigo se hacen éstas más llevaderas. Nunca debe uno pretender de un amigo algo que no sea recto, ni concederlo. Expone su deseo de servir y dar consejos al amigo. Que sean comunes entre amigos las costumbres, pareceres y voluntades. Entre las amistades hay que elegir a las firmes, estables y constantes. Hay también cierta desventura a veces necesaria en tener que deshacer una amistad, pero nada es más vergonzoso que hacer guerra a aquel con quien se vivió amistosamente y, por tanto, hay que evitar que las amistades se conviertan en enemistades de las cuales nacen querellas, injurias y ultrajes. Primero hay que ser bueno antes de pretender la bondad en los amigos. La amistad no ha de ser compañera de vicios, sino auxiliadora de virtudes. La amistad es la única cosa entre los humanos acerca de cuya utilidad todos a una voz consienten. Entre amigos hay que decir aún aquella verdad que amonesta y reprende: que el que amonesta lo haga con libertad, no con aspereza, y que el otro lo reciba con paciencia, no con disgusto. La adulación y la lisonja es vicio de hombres falaces que todo lo dicen para complacer y nada para decir la verdad.
En conclusión, la amistad está expuesta a muchos peligros – riquezas, poder, placeres, honores – y no deriva de la necesidad o la utilidad, sino de la naturaleza. La virtud es la que concilia amistades y las conserva y cuando se descubre su luz y se ve y se reconoce en otro, se recibe el resplandor que otro posee, con lo cual se enciende el amor y la amistad, pues una y otra palabra es derivada de amar: tener dilección por aquel a quien ames sin buscar utilidad; la cual, sin embargo, florece de la amistad aunque tú no la hayas buscado.



ANA HERRERA

Publicado en “Las Noticias” de San Pedro Alcántara segunda quincena julio 2007

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